Tampoco me importa el mío
En esta ocasión, seré muy breve. Sólo será una entrada reflexiva.
Para ello, hecho mano a dos relatos de Marcela Alluz a quien acabo de descubrir y he quedado maravillada con la simpleza y acierto con que muestra diferentes realidades a las que están expuestas, en este caso, las infancias.
Infancias que luego, en base a sus experiencias devendrán en adultos y adultas con diferentes realidades .
Es importante desde siempre, y más aún en estos tiempos, reflexionar sobre la necesidad de que todas las personas tengan igualdad de oportunidades. De eso dependerá, no tengo dudas, el camino que puedan seguir rumbo a la adultez.
RELATO I: COMO VOS
La Cuello no se reía, no saltaba a la cuerda, no llevaba merienda ni siquiera se peinaba.
Mi mamá no me deja, le decíamos cuando nos pedía prestadas las fibras de brillitos. Tu casa queda muy lejos, repetíamos cuando no le dábamos la invitación para un cumpleaños.
Sabíamos todo de ella. Qué se subía las medias cuando pasaba al frente, que apretaba fuerte el lápiz, que no usaba colores, que guardaba los útiles en una bolsa de súper.
Todo sabíamos. Todo. Menos que su madre se había ido cuando tenía dos años, que su tío le subía la falda algunas tardes cuando quedaban en su casa, que tenía un padre que tomaba mucho y que la foto que guardaba en su carterita era la del hermano muerto en un asalto.
Ella levantaba un hombro, así, diciendo qué me importa cuando no la elegíamos para hacer grupo y la maestra nos obligaba a incorporarla en alguno.
La misma maestra que una vez preguntó quién sabía bailar y la Cuello brilló como una hoguera en el festival de fin de año.
La misma maestra que le regalaba crayones y le ponía Excelente a sus pruebas de lápiz apretado fuerte.
Yo era parecida a vos, le dijo un día la seño y le pasó la mano por el pelo.
Yo era parecida a vos, le dijo y le abrió los sueños para creer que ella también, ella también un día podía ser como la seño.
RELATO II: La Ramos
“En mi grado había una niña, la Ramos, a la que le decían piojosa. Nadie quería juntarse con ella. Era pésima como alumna. Llevaba el guardapolvo desprendido y nunca tenía merienda. Andaba sola, y las maestras no la querían. Ramos, le decían, fuerte, con rabia, cuando ella mordisqueaba el lápiz y se quedaba… la mirada fija en el pizarrón sin escribir. Ramos, al frente. Y ella pasaba y se quedaba enrollando su corbata entre los dedos. La maestra sabía que ella no había estudiado. Lo sabía, pero igual la enfrentaba al desconsuelo de hacer público su dolor.
Yo le miraba las manos, pequeñas, oscuras, flaquitas, de uñas sucias. Yo la miraba y desde los diez años, aprendí a odiar a todos los maestros que se ensañaban con las Ramos. Que a propósito y diciendo que era una oportunidad de levantar las notas, sometían a la angustia insoslayable, a la que sólo la conocen los niños, a aquella niña que tal vez sólo hubiera necesitado una seño que le suene los mocos y le pase la mano por el pelo, y le prenda los botones del guardapolvo.
Quien sabe, quien sabe si al abrochar esos botones le abotonaban también algún ojal del alma por donde se le deshilachaba la infancia.”
Gracias por pasar. Hasta el viernes que viene, o hasta cuando gusten volver.
Esa Musiquita en el recuerdo
Acá no zafás:
(por eso me hice “bloggera”, para publicarme...entrega Nº507 de la suelta de mis letritas)
NOTA: Este es un relato que he escrito allá por el 2011 poco más o menos. Y que me parece ésta una buena oportunidad para volver a publicarlo pues es 100% acorde a lo que planteo en la intro.
Quiero decir que es una historia real que, obvio, la conté lo más "literariamente" que pude pero sucedió tal cual lo cuento.
Realidades
Ocho o nueve años teníamos y poca televisión. No existían en nuestras vidas ni computadoras, ni teléfonos celulares, ni toda la tecnología actual.
Jugábamos con las sombras que reflejaban las luces de los autos en las nochecitas correntinas, con los caminos de hormigas., a la rayuela, el Antón pirulero, y Martín pescador. Las estatuas y escondidas dentro de los favoritos.
Saltear baldosas rotas, caminar por tal o cual sector de la vereda, contarnos historias de apariciones, novios besándose y cementerios, eran también otros de nuestros pasatiempos. Cuando veíamos mujeres con panzas de bebés, discutíamos sobre la existencia, o no, de la cigüeña.
Las más osadas, arriesgaban su opinión sobre como aparecían los bebés en esas panzas diciendo que eso pasaba cuando los papás y las mamás "lo hacían"...
Entonces, algunas, nos quedábamos mirando con caras de sabiondas, pero la verdad es que no entendíamos que era eso que "hacían".
Lo misterioso estaba a la vuelta de la esquina, lo cotidiano se nos hacía dulce, rodilla ensangrentada, tirón de orejas, riñas, abrazos y viceversa. Los cuentos nos transportaban y nuestra imaginación tenía como único límite el grito de nuestras madres diciéndonos que ya era hora de dormir, o de estudiar, o lo que ordenaran sin titubeos y a viva voz.
En lo personal, iba a un colegio religioso....como correspondía a las "niñas bien"
Colegio al que además de las “Carmencitas”, o “Elenitas”, concurrían las Carmen o Elena, o Ramona, a secas.
A las de este último grupo, yo no podía invitar a tomar la leche y como toda respuesta ante mis interrogantes, mi madre solo decía, "mejor otro día", así que yo, mientras seguía esperando, empecé a sospechar que algo no andaba bien. Algo no me gustaba de esas evasivas.
Esas chicas vivían en el campo, decía también mi madre, y agregaba que por eso vivían con las monjitas que eran tan generosas y caritativas. Les daban albergue y comida, qué mas.
Un día, ante la pregunta de la hermana Elizabeth, que mostrándonos una regla de madera intentaba saber de quién era, "la" Carmen le decía, mirando el piso, -Es de mi- y la monja, como única respuesta contestaba -Es mía. Entonces la Carmen insistía, un poco asustada creo yo, - Es de mí - y la monja de nuevo, - que no; que es mía.
A esa altura de los acontecimientos, la Carmen no se aguantó y se puso a llorar desesperada y yo, que siempre me ponía del lado de las perdedoras y los perdedores, salí corriendo le arrebaté la regla a la hermana, y abrazando a mi compañera se la di, susurrándole al oído: "solamente decile a la “polleruda”: es mía". Carmen, por primera vez, levantó la vista, pero no la voz, y dijo, secándose las lagrimas: "Es mía".
A partir de allí, fuimos amigas inseparables, a partir de allí las monjas empezaron a llamar a mi madre con frecuencia y luego mi madre me “sermoneaba” intentando persuadirme para que dejara de juntarme con Carmen y volviera a jugar con Elenita, Carmencita y no sé cuantas itas más.
A partir de allí, supe que Carmen no podía ir a mi casa porque tenía que limpiar su cuarto, los largos corredores, la capilla, lavar su ropa o lo que la "Madre Superiora" ordenara
Pude ver claramente, a pesar de mis pocos años, que no existía tal generosidad. A mi amiga le costaba muy caro el hecho de vivir en ese internado, tanto que no le quedaba tiempo para jugar por las tardecitas a las estatuas o las escondidas...
A partir de allí comencé a vislumbrar la existencia de realidades distintas a las mías y entonces, creo, comencé a crecer...