Tampoco me importa el mío
Para dar un cierre al tema de la infancia, por ahora, hoy voy a compartir unas fotos de la mía que encontré la semana pasada cuando buscaba los juguetes que quería mostrarles.
Pero, para que no se aburran, les propongo un juego.
Son 3 fotos. A saber:
Una de mi primera comunión, otra de algún tiempo en que me mandaban a "danza clásica" y una del cumpleaños de una prima.
Obviamente en las dos primeras hay muchas niñas y en la tercera no solo niñas sino también niños.
Entonces...
Les daré dos pistas y luego ustedes deberán adivinar, si tienen ganas de hacerlo obvio, en donde me encuentro yo.
Sería algo así como aquel juego de "¿Dónde está Wally?" pero mucho más fácil por cierto.
Veamos las pistas:
A agudizar la vista, acá las fotos en cuestión:
¡Me rio sola! ¿Se me estarán corriendo los patitos de la fila o será que el juego que hoy propongo es verdaderamente chistoso?
En fin amigas y amigos. ¡Es lo que hay!
Ya me dirán ustedes que les ha parecido, si pudieron o no encontrarme, si volvieron a activarse sus recuerdos o lo que tengan ganas de aportar.
Gracias por pasar. Hasta el viernes próximo, o hasta cuando gusten volver.
Esa Musiquita
NOTA: María Elena Walsh, una vez más. En esta ocasión "Canción del jardinero"
Les pido por favor que presten mucha atención a la letra y ya verán de qué manera tan poética y sutil dice grandes verdades...¡No solo para niños y niñas!
Acá no zafás:
(por eso me hice “bloggera”, para publicarme...entrega Nº451 de la suelta de mis letritas)
NOTA: Una vez más elijo este relato breve para compartir. Por suerte, la mayoría de mis visitantes actuales no pasaban aun por esta casa de letras las veces anteriores que lo he publicado.
Quiero decir que es una historia real que, obvio, la conté lo más "literariamente" que pude pero el final es así de cierto. Me lo contó mi tía "Felisita" que por aquellos años era la directora de esa escuela.
El Cachito
Lo recuerdo ahora como si lo hubiera vivido. Viene nítido a mí, el relato que escuché tantas veces en mi infancia correntina.
Imagino la escuela, alejada del casco urbano.
Imagino niños y niñas de miradas tristes, pieles agrietadas por el sol y el trabajo, sonrisas sin dientes y juegos en los recreos, como única alternativa de niñez.
Imagino también a las maestras, mirándolos condescendientes, sintiéndose cerquita de Dios por ser tan comprensivas y generosas con esas criaturas "pobres", que lejos estaban de ser de la misma casta que ellas.
Imagino aquella mañanita soleada en que “importantísimas personas del pueblo”, hombres y mujeres de bien socios y socias del Club de Leones, concurrieron con su manto de piedad y un helado palito para cada infante. Ese fue el mejor regalo en el que pudieron pensar, a modo de celebración del "día del niño", allá por agosto del ’66.
Luego, lo de siempre: chocolate con “caras sucias” y caras sucias.
Globos, juegos y canciones acompañadas por la guitarra desafinada de la maestra de música, que tenía un sueldo de miseria pero, por suerte, un marido estanciero.
Risas, gritos, peleas, empujones y al fin, al menos por esa mañana, niños y niñas disfrutando de la infancia como pocas veces podían hacerlo.
Finalmente, y como todo lo bueno, se terminaba la feliz jornada.
Finalmente, como cada día, se aprestaban a volver a sus ranchos para dormir la siesta , apretados en un camastro, entre la pared de adobe y sus hermanos.
Y fue justo con el sonar de la campana anunciando la salida escolar cuando solito en medio del aula, “el Cachito” seguía estático, incrédulo, revisando una y otra vez su viejo portafolio heredado de algún alma caritativa.
Se acercó a él, solícita, la señorita Directora que como correspondía a aquellos tiempos y a esa sociedad norteña, se llamaba Felisita.
Se acercó para decirle si estaba sordo y por eso no había escuchado la campana, que ya debería estar en la fila tomando distancia para despedir a las maestras y compañeros.
Se acercó más y sólo entonces se dio cuenta de que Cachito lloraba, con lágrimas silenciosas, miraba incrédulo sus dedos pegoteados de chocolate y desesperado buscaba el helado palito que había guardado en su portafolio, con el más puro amor de todos los tiempos, para llevárselo a su mamá.